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Marcela Romagnoli
Escultura un camino posible

«El sentido de mi obra es encontrar un gesto de autenticidad que me aproxime y justifique en mi quehacer. Me interesa comunicar pasión, armonía, tensión, fuerza, amor… La comunicación del ser a través del material es primordial. Participar de la creación “creando” es lo que busco. Encontrarme con lo más profundo de mí y del mundo sensible y espontáneo».

Desarrollando
un Oficio
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FLU VOIONMA,
Escultura: un camino posible

El 2018 se cumplen veinticinco años desde que Marcela Romagnoli se licenció en Arte con mención en Escultura en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Un tiempo más que prudente para poder hablar del recorrido artístico de una escultora que se ha dado a conocer en el medio local a través de su participación constante en concursos y simposios, en exposiciones individuales y colectivas, entre otras múltiples iniciativas. Su escultura monumental emplazada en los espacios públicos de Santiago, Concepción, Curanilahue, Puerto Natales y Puerto Montt, da cuenta, por otra parte, que en el caso de Marcela se trata de una artista con gran autonomía de vuelo. Vuelo que emprendió por escucharse a sí misma, una de las características de su personalidad.

Optar por el arte, y especialmente por la escultura, no era en el caso de nuestra artista algo obvio. Esto se comprende plenamente si compartimos la idea de que el artista se hace más que nace. Es decir, los talentos o las capacidades innatas, como los creativos, no actúan en nosotros si no los desarrollamos. Por ello es también comprensible que al comienzo Marcela sintió el camino a elegir «plagado de muchas dudas vocacionales». Una cosa parecía ser, no obstante, clara: ella quería trabajar con las manos, intuyendo que su encuentro con el arte no iba por el camino de la tela bidimensional, sino por el de la materia, del cuerpo y su resistencia.A ratos se imaginaba como arquitecta y luego como ingeniera o mecánica. En una conversación en su casa-taller de Peñalolén me contó de su fascinación por la arquitectura. Mostró un hermoso libro del Museo Guggenheim en Bilbao del arquitecto Frank Gehry, una verdadera simbiosis entre la arquitectura y la escultura. La referencia a Gehry y la admiración por la obra monumental de Eduardo Chillida, así como por la de Francisco Gazitúa —profesor de Marcela en el taller de modelado y fierro en la escuela de Arte UC—, confirman tempranamente la curiosidad de la futura escultora por la alianza entre el arte y la técnica, y por el hecho de que el oficio del escultor, como se entiende hoy en día, tiene mucho en común con la ingeniería.

Antes que Marcela Romagnoli optara finalmente por «las infinitas posibilidades de hacer arte», resulta importante mencionar que ella fue deportista, jugadora en la especialidad de hockey cesped a nivel de competencia internacional. Este dato no es, a mi juicio, insignificante. La vocación por la escultura de Marcela pasó primero por el deporte, al que se entregó con el mismo profesionalismo que después al arte. Resulta entonces algo natural decir que lo innato en ella, y una de las características de su personalidad, se relaciona profundamente con lo lúdico.

Si entendemos el deporte como juego, y el juego como actividad creadora, no la podemos separar de la creatividad artística. El elemento lúdico está presente en el origen de ambos, tanto del deporte como del arte . La importancia del juego en el proceso cultural del hombre ha movilizado a pensadores de todos los tiempos. Hoy y desde que Johan Huizinga acuñó el término «homo ludens», el juego sigue siendo un tema relevante para filósofos, antropólogos, sociólogos, teóricos e historiadores del arte. «El juego moviliza lo estético», decía Kant. El sin porqué del juego es signo de habilidad de ser para Heidegger.
El juego conserva su carácter lúdico, mientras no se ponga demasiado serio. Según Huizinga, el desarrollo del deporte a partir del último cuarto del siglo XIX, por ejemplo, ha conducido cada vez a una mayor seriedad, es decir, a la pérdida del contenido lúdico del juego. Este cambio se manifiesta en la distinción que se hace en la sociedad moderna entre los jugadores profesionales y aficionados. La exigencia del alto rendimiento ha contribuido a la desaparición de lo espontáneo y lo despreocupado, contenidos de una auténtica actitud lúdica de acuerdo a Huizinga. En el arte, en cambio, no hablamos del rendimiento, sino más bien del reconocimiento. Se es artista no por lo que el artista rinde, sino conforme a su reconocimiento en el campo artístico y las reglas que lo rigen, como señala Pierre Bourdieu . Quizá lo anterior explica la opción de Marcela Romagnoli por el arte, por la otra forma de jugar y de fundar sentido.

La decisión por la escultura la pudo tomar recién en los últimos años de estudio. Cabe recordar que en la Escuela de Arte de la Católica no existía la posibilidad de especialización cuando la generación de Marcela ingresaba a estudiar. Hubo un período de siete años entre 1985 y 1992 en que no se impartieron clases de escultura. Entre las razones más potentes de esta coyuntura negativa está el hecho de que la escultura, a diferencia de otras carreras artísticas como la pintura y el grabado, demandaba una infraestructura mucho más costosa por los materiales y los sistemas de trabajo. Por otra parte, no hay que olvidar, que a la generación de Marcela le tocó estudiar en la época de la transición de la dictadura a la democracia. En 1989 se reinstaló en el país la «cultura de la democracia» y tres años más tarde se creó el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes (Fondart), recursos estatales concursables impulsores de la creación escultórica, entre otros géneros artísticos.

Cuando, cursando el cuarto año de Arte se abrió la carrera de Escultura, Marcela y otros catorce estudiantes se lanzaron «ansiosamente» a trabajar y a experimentar con materiales, técnicas y estilos en diferentes talleres de la especialidad. Fue, de cierta manera, la crítica de la pintora Patricia Israel que la ayudó a aclarar que la escultura sería su camino definitivo, porque para ella el dibujo no era algo esencial o indispensable como sí lo era, en general, para todas las artes, de acuerdo a la tradición académica, moderna y formalista . Al despejar sus dudas vocacionales, y ya antes del término de la licenciatura, Marcela participó con éxito en el Concurso Matisse de escultura junto a Marcela Correa y Cristián Salineros, expuso en dos muestras colectivas y realizó por encargo una escultura en bronce y aluminio para el Servicio Nacional de Geología y Minería. Por fin, la escultura se hizo un camino posible.

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Desde
el Oficio
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VICENTE GAJARDO

Hablar de la escultora Marcela Romagnoli es hablar de la vida, de ese entrañable amor por la vida que la revitaliza y energiza cada día para ser, estar y amar todo lo que hace. Es hablar de pasión, de amor y de entrega.
Su hobby son los caballos. Antes de entrar a su casa-taller nos recibe una medialuna donde Marcela realiza sus matutinas prácticas ecuestres. Pero el centro de su vida —o más bien su centro de vida— es la escultura; lo otro son desbordes, quizás distracciones propias de su rebosante y contagiosa energía que la ayudan a internarse con mayor agrado y frescura en su taller muchas horas del día.

Quisiera fundamentar mi apreciación como escultor, que es el oficio que también ejerzo; pero antes decirle a Marcela —no como queja, sino con cierta envidia—, que hoy a mí me falta el tiempo para esas buenas practicas, y que su vitalidad y voluntad ya no me sobran, también me faltan.

Optar por el arte, y especialmente por la escultura, no era en el caso de nuestra artista algo obvio. Esto se comprende plenamente si compartimos la idea de que el artista se hace más que nace. Es decir, los talentos o las capacidades innatas, como los creativos, no actúan en nosotros si no los desarrollamos. Por ello es también comprensible que al comienzo Marcela sintió el camino a elegir «plagado de muchas dudas vocacionales». Una cosa parecía ser, no obstante, clara: ella quería trabajar con las manos, intuyendo que su encuentro con el arte no iba por el camino de la tela bidimensional, sino por el de la materia, del cuerpo y su resistencia.A ratos se imaginaba como arquitecta y luego como ingeniera o mecánica. En una conversación en su casa-taller de Peñalolén me contó de su fascinación por la arquitectura. Mostró un hermoso libro del Museo Guggenheim en Bilbao del arquitecto Frank Gehry, una verdadera simbiosis entre la arquitectura y la escultura. La referencia a Gehry y la admiración por la obra monumental de Eduardo Chillida, así como por la de Francisco Gazitúa —profesor de Marcela en el taller de modelado y fierro en la escuela de Arte UC—, confirman tempranamente la curiosidad de la futura escultora por la alianza entre el arte y la técnica, y por el hecho de que el oficio del escultor, como se entiende hoy en día, tiene mucho en común con la ingeniería.

Antes que Marcela Romagnoli optara finalmente por «las infinitas posibilidades de hacer arte», resulta importante mencionar que ella fue deportista, jugadora en la especialidad de hockey cesped a nivel de competencia internacional. Este dato no es, a mi juicio, insignificante. La vocación por la escultura de Marcela pasó primero por el deporte, al que se entregó con el mismo profesionalismo que después al arte. Resulta entonces algo natural decir que lo innato en ella, y una de las características de su personalidad, se relaciona profundamente con lo lúdico.

Si entendemos el deporte como juego, y el juego como actividad creadora, no la podemos separar de la creatividad artística. El elemento lúdico está presente en el origen de ambos, tanto del deporte como del arte . La importancia del juego en el proceso cultural del hombre ha movilizado a pensadores de todos los tiempos. Hoy y desde que Johan Huizinga acuñó el término «homo ludens», el juego sigue siendo un tema relevante para filósofos, antropólogos, sociólogos, teóricos e historiadores del arte. «El juego moviliza lo estético», decía Kant. El sin porqué del juego es signo de habilidad de ser para Heidegger.
El juego conserva su carácter lúdico, mientras no se ponga demasiado serio. Según Huizinga, el desarrollo del deporte a partir del último cuarto del siglo XIX, por ejemplo, ha conducido cada vez a una mayor seriedad, es decir, a la pérdida del contenido lúdico del juego. Este cambio se manifiesta en la distinción que se hace en la sociedad moderna entre los jugadores profesionales y aficionados. La exigencia del alto rendimiento ha contribuido a la desaparición de lo espontáneo y lo despreocupado, contenidos de una auténtica actitud lúdica de acuerdo a Huizinga. En el arte, en cambio, no hablamos del rendimiento, sino más bien del reconocimiento. Se es artista no por lo que el artista rinde, sino conforme a su reconocimiento en el campo artístico y las reglas que lo rigen, como señala Pierre Bourdieu . Quizá lo anterior explica la opción de Marcela Romagnoli por el arte, por la otra forma de jugar y de fundar sentido.

La decisión por la escultura la pudo tomar recién en los últimos años de estudio. Cabe recordar que en la Escuela de Arte de la Católica no existía la posibilidad de especialización cuando la generación de Marcela ingresaba a estudiar. Hubo un período de siete años entre 1985 y 1992 en que no se impartieron clases de escultura. Entre las razones más potentes de esta coyuntura negativa está el hecho de que la escultura, a diferencia de otras carreras artísticas como la pintura y el grabado, demandaba una infraestructura mucho más costosa por los materiales y los sistemas de trabajo. Por otra parte, no hay que olvidar, que a la generación de Marcela le tocó estudiar en la época de la transición de la dictadura a la democracia. En 1989 se reinstaló en el país la «cultura de la democracia» y tres años más tarde se creó el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes (Fondart), recursos estatales concursables impulsores de la creación escultórica, entre otros géneros artísticos.

Cuando, cursando el cuarto año de Arte se abrió la carrera de Escultura, Marcela y otros catorce estudiantes se lanzaron «ansiosamente» a trabajar y a experimentar con materiales, técnicas y estilos en diferentes talleres de la especialidad. Fue, de cierta manera, la crítica de la pintora Patricia Israel que la ayudó a aclarar que la escultura sería su camino definitivo, porque para ella el dibujo no era algo esencial o indispensable como sí lo era, en general, para todas las artes, de acuerdo a la tradición académica, moderna y formalista . Al despejar sus dudas vocacionales, y ya antes del término de la licenciatura, Marcela participó con éxito en el Concurso Matisse de escultura junto a Marcela Correa y Cristián Salineros, expuso en dos muestras colectivas y realizó por encargo una escultura en bronce y aluminio para el Servicio Nacional de Geología y Minería. Por fin, la escultura se hizo un camino posible.

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Consolidando
una Obra
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Su obra
en madera,
metal y piedra

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Me interesa comunicar pasión, armonía, fuerza. La comunicación del ser a través del material es primordial, yo creando y el espectador re-creando. Sin este hilo conductor la obra resultaría inerte, fría e impersonal. Participar de la creación creando es lo que busco.

Tallando espero encontrarme con lo más profundo de mí y del mundo sensible. Mostrar el proceso es comunicarme con el otro, es abrir mi interior y conectarme con quien lo quiera ver, con quien quiera introducirse en el universo de la magia, que de una piedra nace un cuerpo, de un tronco se asoman las entrañas, de una roca de sal se vislumbra el alma transparente. Amo los materiales y su carácter, cada uno de ellos habla de una particularidad, y juntos hablan de una humanidad.

“La escultura se presenta delante de mí con mayor fuerza que la teoría, descanso en ella para no hablar… Ella es y será según las miles de interpretaciones de cada mirada que la contemple y recorra”.
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